Adoro tumbarme en la cama y oír como llueve. Adoro escuchar el sonido de la lluvia cuando cae sobre mi tejado. Adoro ver como las gotas de agua resbalan por el cristal de mi ventana, jugando entre ellas, enlazándose una con otra para llegar más rápido al travesaño de esa ventana que les verá morir. Y es entonces cuando me separo del mundo. Es entonces cuando mi mente se llena de imágenes que llevan la primavera a mi corazón enteramente invernal. Y el sonido de la lluvia me lleva a mundos ajenos. Mundos en los que él es mucho más que un recuerdo, una imagen o palabras difíciles de escribir. En ese mundo a parte yo controlo el tiempo. Lo acelero. Lo ralentizo. Lo paro.
Desgraciadamente siempre llega el momento en el que para de llover y regreso al mundo de siempre. Abro los ojos y las gotas ya han desaparecido de mi ventana. Todas han muerto nada más llegar al travesaño; a su travesaño. Y entonces, medio dormida y con medio cuerpo en el otro mundo, me doy cuenta que soy distinta a esas gotas de agua. Me doy cuenta que aunque todas persigamos algo, ellas corren para alcanzar rápido su destino; mientras que yo deseo que el tiempo vaya despacio para estar, el mayor tiempo posible, al lado de lo que nunca tendré.
Desgraciadamente siempre llega el momento en el que para de llover y regreso al mundo de siempre. Abro los ojos y las gotas ya han desaparecido de mi ventana. Todas han muerto nada más llegar al travesaño; a su travesaño. Y entonces, medio dormida y con medio cuerpo en el otro mundo, me doy cuenta que soy distinta a esas gotas de agua. Me doy cuenta que aunque todas persigamos algo, ellas corren para alcanzar rápido su destino; mientras que yo deseo que el tiempo vaya despacio para estar, el mayor tiempo posible, al lado de lo que nunca tendré.
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